Un hombre
es
una mujer incompleta.
—justo lo contrario
que afirmó Aristóteles.
No llego.
No puedo llegar
a su magnificencia,
a la magnitud sideral
que alberga su seno.
Soy mota de polvo
contra el vendaval
de vida que representa.
Esa mujer es punto y aparte.
Es vida dando vida,
es muerte cuando dice adiós
al través de la ventanilla
de un tren que pasa,
es madera en mi fuego,
es centro y circunferencia
al mismo tiempo, es renuevo
y planta ya hecha, es estrecha
y ancha según el vericueto
que en el camino deshilache,
es escrache y protesta, silueta
y guitarra, cimitarra y espada
—todo lo anterior es mero
artificio efectista—.
No hay poesía
que la alcance, ni diosa
que se haya diseñado
comparable a esta diosa,
es mujer, y eso dice todo
lo que su semántica
de diccionario al uso abarca.
La boca se me derrite
cuando la tengo cerca,
en mis inmediaciones,
y su ser madre y compañera
me hace pequeño, me sume
en el polvo al que pertenezco
y del que no he salido ni saldré.
No le llego,
no le llegaré, inmensa es
su bonhomía, su delicadeza,
su saber estar y darse, su entrega,
su manifiesta exhuberancia
cuando del amor se habla
entre sábanas, su rabia
contenida cuando la injusticia aflora,
su...—no sé, me quedo sin palabras—,
mi... suerte de ser planeta
orbitando alrededor, de ser aire
a su pulmón, de ser plumón al frío
de su invierno, de ser infierno
cuando el amor brota de madrugada.
No llego, no alcanzo...
Quizá su pena no merezco, sí, es eso.