Te busqué en mi habitación,
entre el dolor y el desaliento,
pero te habías marchado.
Perseguí tu rastro en el desierto,
como siervo que brama sediento,
sin embargo, como en prisión,
estaba abandonado.
Escuché cómo sopla desgarrador el viento,
pensé que estabas velado en ello.
Y, sin embargo, me encontraba desconsolado.
Te anhelé en el muelle del olvido,
gritando tu nombre hacia el mar embravecido.
Clamaba a fuerte voz: ¡Padre mío, Padre mío!
¿Por qué me has desamparado?