Tomás Sánchez Rubio

RESCOLDOS

Se hacía incómodo el silencio

en el bar de aquel bello pueblo

blanco y alto

como de ángeles, en que entramos

un día de paso.

 

Transcurría la tarde ante dos cafés

cuyo aroma, cauto,

se mezclaba con el olor intenso

a ceniza y a fuego consumido

por las horas y el vacío.

 

Mirábamos con embarazo y desgana

al otro lado del cristal empañado

entre lágrimas

cuajadas por un creciente frío

que iba de dentro

afuera de las ateridas sombras.

 

La nieve pulcra y discreta seguía allí,

hecha hielo, firme como el muro

desenladrillado y descosido

de la soledad compartida.

 

Afloraban de la tierra toscas piedras

que habían despertado

con suave sobresalto y extrañeza,

al modo de niños tras incómoda siesta,

convertidas en islas desiertas

sobre un mar de albor

imperfecto y subjuntivo.

 

Ramas ennegrecidas y yertas

se clavaban como lanzas

en las nubes bajas,

mientras cientos de tréboles arrasados

se hacían poso húmedo y amargo.

 

El invierno llenaba el aire y volvían

las miradas a la taza de café

dentro de un bar de paso

en un pueblo blanco

de ángeles olvidados.