Desde los oscuros muros hay una brillantez de esmeraldas que como un mundo de
cristales y espejos deforma los dolores y se parecen al minuto anterior a la tragedia. En
cada sonido los parpados no se levantan aunque estén dormidos en el sueño de aquellas
músicas de ayer, de la intermitente y desnuda melancolía, de lo que no fue verdad y fuente
de aguas que nunca se enturbian porque son lagrimales de tiempos, de calles con farolas
y fiestas, de besos robados a la sorpresa, de cada café que en complicidad con el orgullo
se enfrió y se quedó en el amargor del abismo.
En el laberinto de tiempos, de días, de las edades, se multiplica la misma cara y allí está
cautiva la vivencia, en las fogatitas de algunos crepúsculos, en la complicidad de estar
cerca, en las rodillas flaquitas de la niñez, que también fue la cueva de los imposibles y la
verdad de algunas quimeras. Vinieron las luces desde El Retiro y se fundieron con el
crepúsculo naranja apenas vivo. Ya la noche oscurecía el mundo y las bandadas
buscaban refugio en los pantanos del Rincón de los esteros o cerca de la laguna de los
pastelitos, desolado paraje, virgen y propio.
El tren traía sonidos y esa luz que barría el horizonte dibujaba firuletes que en la lejanía
parecían un fenómeno nuevo.
Aun las rocas y las alturas de las piedras no existían.
Solo el llano con los bosques bajos y el alerta de las historias que en nuestras reuniones
de cofradía se agigantaban y les daba vida a seres que nunca habíamos visto y
sospechábamos incierta, aunque nadie se arriesgaba a buscar las verdades.
Hubo un día donde el gris se hizo manto en las horas de la tarde.
Hubo unos ojos que le dieron a los míos el fulgor que faltaba al iris de la sorpresa y con
ese cuadro terminado fui a descubrir el camino largo, el que todos hablaban y nadie había
visto.
Ya había sumado los años del acero y con el brillo más intenso, con el idioma de la luz y el
aroma de los hornos que eran mis improntas, partí a ver las tierras de más allá.
Y yo que había crecido en las costas de las mareas y en las barrancas de los talas, en los
verdes que no siempre eran buenos para el descanso, en las ortigas que más de una vez
me hicieron llorar, estaba en la ruta de los girasoles, en las miles de caras mirando al sol y
en la minúscula huella de otros.
El olor del mar me sorprendió una mañana y en ese aire agitado sin nombre aun, supe que
no todas las flores se abren en primavera, que algunas duermen lejos de la lumbre
esperando asomarse en el instante del encantamiento, desplegando los pétalos en un mes
sin nombre.
Carlos Brid