Desde que la advirtió,
la seguía por playas y paseos.
La silueta de Dafne
ni sombra era del mármol de sus pechos
juveniles de sed y de pasión.
Al ver cómo brillaban sus cabellos,
conoció la pureza,
creyó en la desnudez de los almendros
y el velo que llevaba transparente,
insinuaba ese cuerpo
fogoso de caricias y rebelde
de impulsos espontáneos.
Rayano en el silencio,
la asía con la vista, en la distancia,
por la noche y en sueños,
con el único afán
de juntar los recortes de un deseo
de lunas recortadas excitando
los sentidos de un clásico concierto.
Fue una ilusión platónica
que llegó y que se fue sin despedida.