Plantea
a tu corazón
una esperanza ciega.
—Prometeo.
Acabo de entrar
en tus inmediaciones.
El limonero ya empieza
a amarillear tu huerto,
y las hojas, antaño ausentes,
van haciendo acto de presencia
ante el calor de un rayo
que ya no cesa, que insiste.
Me asomé a la puerta del patio
y estabas allí, bordando, y mirabas
con la intensidad de un nacimiento
el discurrir de un dibujo sobre una tela
blanca, tensa en un bastidor de madera,
de esos que las abuelas, bajo el peso
de las horas muertas, abastecían de colores,
y las composiciones daban sentido a sus vidas.
Sigo mirando sin que te des cuenta;
es muy importante que sigas absorta
en tu labor, en ese suspenso que solo el atardecer
proporciona, justo antes de que el sol
empiece a despedirse, en ese pequeño inciso
que precede a la cena como si fuera el repecho
último de la calle San Antonio, que anuncia
cual Arcangel San Miguel la compañía
cálida de los que viven contigo,
de esos retoños que tanto costó que vinieran
y tantos sinsabores aportan a tu día a día,
de ese marido que cada jornada vende su espalda
al mejor postor por llenar un plato de comida.
Sigo mirando, de extranjis, por el postigo pardo
de la puerta que comunica el saloncito con el edén
en el que te encuentras, absorta, pendiente de que
no se te escape una sola puntada, y me recuerdas
a esos joyeros holandeses, allá por el siglo diecisiete,
que, en algunos cuadros de época, salen guiñando
el ojo sobre una lupa para observar con penetración
la talla de valiosos diamantes, que por entonces
eran causa frecuente de asesinatos y fechorías.
De repente levantas la cabeza y yo, en acto reflejo,
retrocedo la mía hacia la oscuridad del salón
—espero que no hayas advertido mi presencia—
con la esperanza de que, alimentando tu curiosidad,
te acerques a mi cuarto y me veas entregado,
con el corazón abierto, sangrando de posibilidad,
y tú, correspondiendo a mi generosidad,
te entregues como se entregan los ríos a las aguas
eternas de un océano, sin mirar atrás, sin pensar...