Allá donde una tarde sepultaron a los
muros de la vieja y noble Helmántica
se levantaba una salvaje montaña de ladrillos,
balcones abonados al vértigo y vanos en
permanente peligro de oxidación.
Un caserón domesticado a base de cerveza
y miles de letras en todas direcciones,
con dos que hacíamos siempre tres,
y un entero mundo solo de nosotros.
A oscuras todo era confuso, suave,
sin prejuicios, pura mezcla sin cortar.
En la luz, todo era el mismo sueño infinito.
Las vistas de aquella intensa vida daban a
un pasado lejano, a un futuro sin cortapisas
y a un intenso mar al Este,
con una isla de lumbre al fondo.
Y el vecindario era un amable mudo
sin demasiado rumbo fijo en la lluvia,
porque todos los días eran una fiesta de
reinventarse la vida, aunque esta, en
ocasiones, fuese calma vestida de blanco.
Sólo nuestro calor bastaba para hacer
callar a los cansados radiadores,
sintiendo como nuestras pulsaciones
eran el reloj que marcaba aquellos difusos
excesos, dechados de una destilada felicidad
de recuerdos obscenamente bellos.