Alberto Escobar

En clase

 

Para que te conozca 
me has dejado 
tu ausencia. 

—Alfonso Levy. 

 

 

La clase está vacía. 
Son cerca de las doce, los compañeros están en el patio, ora corriendo 
ora saltando a la comba ora jugando al fútbol o al baloncesto
mientras yo, mirando por la ventana, disolviéndome
en la línea difusa del paisaje urbano al fondo, 
retomo fuerzas, me evado, conecto con mi esencia. 
Me gusta mirar a lo lejos, perder la vista para que se vuelva
a encontrar después de pérdida y precipitarme en ese
precipicio que dibuja el horizonte, ese sobre el que se despeña
una ciudad en plena ebullición —es mediodía—, ese que 
en el marasmo de mi imaginación convierto en la raya última
de un mar, donde ese mar cesa, donde cae al otro lado y forma una catarata
imposible hasta recrearse a sí mismo y surgir por otros manaderos. 
Los compañeros siguen jugando mientras invento en silencio
aventuras que no desmerecen las de Julio Verne o Salgari,
y algunos me miran desde abajo pensando en mi locura, 
en que quizá sea un patito feo, un caso perdido, y que preocuparse
de mí no merece la pena —aunque nunca sospecharán
que me convertiré pronto en cisne para su desgracia—.
Decía que miro por la ventana y a la espalda, justo al lado
de la mesa del profesor, yacen mis libros, mi cartera, mi lapicero
y el resto del recado de escribir sobre una tabla verde oliva 
que a su vez descansa sobre un entramado de barrotes
de hierro ya carcomidos por el olvido y la desgana; el silencio reina
donde hasta hace nada todo eran voces, risotadas y quejas, y el aire 
que llena el aula receptáculo inconmensurable de tablas de multiplicar 
cantadas con mejor o peor tono, de recitaciones de Machado y otros poétas 
ilustres de mi ciudad, y del inspirador rasgueo de la tiza sobre un encerado
grisáceo ya ahíto de enseñanzas y años de servicio. 
La campana suena y doy un brinco —tan absorto estaba en mis ensoñaciones—,
me repongo del susto y me dispongo a sentarme en mi sitio. 
Los compañeros hacen la fila para subir en orden —que no molesten 
a los que ya estudian—, y prestarse de inmediato a la próxima lección. 
Cuando el primero de ellos llega al aula ya estoy hojeando el libro de texto
que toca y me pregunta, se interesa por mi estado de ánimo, por por qué 
no he bajado a jugar con ellos y todas esas zarandajas propias de a quienes 
realmente les importa un pimiento lo que siento, quién soy y por qué hago 
lo que hago.
Entra el profesor y nos ponemos en pie, firmes e impertérritos —según
el ambiente marcial impuesto por el Generalísimo y su corte celestial—, 
y tras retomar asiento empieza la clase de matemáticas. 
Mañana os cuento mi idilio con los números...