De Homero se ha sabido
que enseñaba a volar a las tortugas
y era el sastre oficial en las tragedias de Eurípides,
pero nadie ha contado que pasado algún tiempo
y aburrido en Esmirna
se inventó a los arqueros y a los barcos que iban más allá
de las islas fluviales
y más tarde
cuando tuvo delante de sus ojos la vorágine inmensa
de los patios troyanos se inventó
a los dioses.
Fueron otros después quienes mancharon su nombre con aquello
de la cuestión homérica,
fueron otros después los que engendraron jasones y argonautas
y tiñeron los mares con la sangre del carnero de oro,
una vulgaridad, porque los dioses de Homero
eran dioses a medias,
dioses acostumbrados a la lucha de clase y a los himnos de guerra,
dioses como dios manda,
vengativos,
mortales,
pendencieros
dispuestos a embriagarse con el vino pisado por sus hijas,
dioses de perra chica y carne flaca,
dioses espiriformes,
bienhablados,
lo que se dice dioses dispuestos a ganarse la vida
y hacer bien su trabajo.
Son los dioses de Homero.