No me da tiempo
a escribir
a la velocidad
que lo recibo.
—Mozart.
Es tarde.
Son las ocho de la noche,
una hora para mí intempestiva
en lo que atañe a la escritura.
Quise ponerme antes pero por seguir
el hilo habitual en el ejercicio de las actividades
que reservo para el fin de semana, por seguir una
mecánica rígida por acostumbrada, me veo a estas
horas escribiendo, con la ventana llena de luces
y neones y con las calles callándose lentamente.
Estoy escribiendo ahora, cuando no suelo,
sin la luz del día entrando por la ventana,
una luz que mis ojos agradecen infinitamente más
que esta luz artificial que desde el techo compensa
la luz que ya de por sí sale de la pantalla del pc.
Es tarde sí.
Además, para más inri, a medida que se acerca la hora
de la cena me doy a distraerme con cosas que más tienen
que ver con la desatención que con la atención —como
necesita a mansalva el pergeño de cualquier escrito—,
cosas que me sacan de la pantalla: algún guasa que me llega,
alguna conversación intrascendente pero dada a la risa
que se tercia con algún amigo, etc., y la segregación de
melatonina que la oscuridad alienta me va desanimando
de este santo ejercicio que nos convoca en este espacio.
Voy terminando porque no está el horno para bollos, ni está
tampoco para mucha poesía. De nuevo, y confirmando que la
costumbre es ley, cumplo con la ración de escritura que me toca
hoy porque el domingo, aunque fiesta de guardar para un católico,
es para mí fiesta de dedos, de dedos sobre el teclado y de poner
una foto de mi Scarlet precediendo aquello que me da por ofreceros.
Sin más me despido y os dejo esto.