La venía queriendo, de manera callada,
y del alma nacía la pasión torrencial;
que traía la fuerza de violenta cascada
que poseen los ríos con inmenso caudal.
La miraba de niño, con mirada inocente,
sin saber que sería, de mi vida, su anhelo;
y escuchaba su risa, que quedaba en mi mente,
y pensaba que oía las campanas del cielo.
Deleitaba mi vista, con su rostro moreno,
presumiendo su gracia de belleza infantil;
con los dones de un ángel, que mimoso y sereno
me ofrecía contento su sonrisa gentil.
¡Y llegaron los días, en que todos sentimos
el ardor incesante que despierta el amor;
y llegó a nuestros pechos, y los dos lo vivimos,
y nos dimos el alma con inmenso fervor!
Mas la vida en su ruta nos prepara sorpresas
que destruyen de amores, su florido vergel;
y los dueños que fueron, del delirio pavesas,
nos ofrecen de pronto de la pena su hiel.
¡Mas aquellos instantes se quedaron izados
en las cumbres del alma, ya sin luz y sin fe;
y ondulando llorosos por los días pasados
solamente recuerdan la ilusión que se fue!
Autor: Aníbal Rodríguez.