Veía pasar Inés la infancia
de los demás
a falta de colegio y de caricias,
por haber perdido demasiado pronto
a quien la acogiera en el regazo
vertiendo sonrisas en su cara de lluvia.
Casada como Dios manda,
levantaba altares cotidianos
al dolor ajeno
en sillas de enea y velatorio,
pasando la vida cabizbaja,
mientras lloraba calladamente
y cuidaba con generosidad infinita
la vida y muerte de otras almas
que no eran la suya.
Fue niña mujer que pasó toda la seriedad
de su inocencia criando brazos curtidos
bajo los desagradecidos soles del trabajo.
Con la cara tiznada del hambre
nuestra de cada día, le eran pecado
las cintas en el pelo
y el arrebol del resto
de adolescentes, maltrechas
por el intenso perfume del tomillo
y el galante romero.
Un novio de mirada huidiza y manos torpes
como témpanos de arena,
pero que sabía a marisma y a nogal,
sembró de soñadas rosas sus mañanas
y de agridulces recuerdos
su obstinada vejez.
Sonrisas y espinas en sepia
quedan hoy como memoria
de la vida de Inés, de su paso acorde
con el mundo en un baúl
de falsos herrajes
y trastero enmohecido.