Un lunes de septiembre,
Andrés se descubrió a sí mismo
escribiendo sus memorias
en el aire lúcido y circular
de un autobús vacío.
Se acordó de cuando
iba al cine de verano
de la mano de su padre,
a ver películas viejas
de metraje entrecortado,
proyección premonitoria
de lo que acabaría siendo
un áspero deambular
por este valle de sombras
indecisas y vacilantes.
Veía ante sí la pared
encalada frente a un patio
de butacas improvisado
con aromas a enea mojada
y dama de noche,
escenario expectante,
camisa de sábado hecha jirones
abierta a la esperanza
de extraños mundos sugerentes
a tiro de piedra de cualquiera.
El miércoles por la mañana
vio Andrés, al salir del bar
más cercano a su esquina,
a un chico extraño de ojos azules
escribiendo con una piedra caliza
en la pared diez veces un nombre.
Era el nombre de su propio hermano,
a quien sacaron con los pies
por delante de su casa la mañana después
de su primera y única comunión.
El viernes recordó haber tenido
dos amigos con quienes hablaba
de tonterías revestidas
de la solemnidad
que acontece con frecuencia
en el patio de los colegios.
La tarde del domingo,
cansado tras haber hecho acopio
de recuerdos mansos y tristes,
volvió Andrés a su portal
y a su manta de lana gruesa, tesoro
de juventud, divino tesoro,
no sin antes haber creído ver
a un grupo de ángeles volanderos
como papelillos de seda al viento
del crepúsculo, presagio de lo más sublime
o señal de lo más corriente.
Sus alas eran transparentes,
pero se empañaban a la luz mortecina
del constante invierno que era
-o bien estaba acabando de ser-
la vida de Andrés y la de sus sueños,
empecinados en no separarse de él
hasta el final de los tiempos.