Tomás Sánchez Rubio

CICATRICES

Un lunes de septiembre,

Andrés se descubrió a sí mismo

escribiendo sus memorias

en el aire lúcido y circular

de un autobús vacío.

 

Se acordó de cuando

iba al cine de verano

de la mano de su padre,

a ver películas viejas

de metraje entrecortado,

proyección premonitoria

de lo que acabaría siendo

un áspero deambular

por este valle de sombras

indecisas y vacilantes.

 

Veía ante sí la pared

encalada frente a un patio

de butacas improvisado

con aromas a enea mojada

y dama de noche,

escenario expectante,

camisa de sábado hecha jirones

abierta a la esperanza

de extraños mundos sugerentes

a tiro de piedra de cualquiera.

El miércoles por la mañana

vio Andrés, al salir del bar

más cercano a su esquina,

a un chico extraño de ojos azules

escribiendo con una piedra caliza

en la pared diez veces un nombre.

Era el nombre de su propio hermano,

a quien sacaron con los pies

por delante de su casa la mañana después

de su primera y única comunión.

 

El viernes recordó haber tenido

dos amigos con quienes hablaba

de tonterías revestidas

de la solemnidad

que acontece con frecuencia

en el patio de los colegios.

 

La tarde del domingo,

cansado tras haber hecho acopio

de recuerdos mansos y tristes,

volvió Andrés a su portal

y a su manta de lana gruesa, tesoro

de juventud, divino tesoro,

no sin antes haber creído ver

a un grupo de ángeles volanderos

como papelillos de seda al viento

del crepúsculo, presagio de lo más sublime

o señal de lo más corriente.

 

Sus alas eran transparentes,

pero se empañaban a la luz mortecina

del constante invierno que era

-o bien estaba acabando de ser-

la vida de Andrés y la de sus sueños,

empecinados en no separarse de él

hasta el final de los tiempos.