Corrían los duros tiempos de la posguerra.
Desde que ya levantaba un palmo del suelo empezó a destacarse por su ingenio,
aprendiendo, solo con la leve atención que le dispensaba su madre, los rudimentos
de la lectura y la escritura, y con una destreza inaudita y en voz alta leía de la enciclopedia
los pasajes más emocionantes de las vidas de aquellas mujeres que por entonces —Clara
Campoamor, Victoria Kent y un largo etcétera— estaban en boca de toda mujer que
disponía, aunque fuese un atisbo solo, de algo de libertad para realizarse.
Pronto fue a la escuela pública de su pueblo, Almonaster la Real, y pronto también, con
escasos siete años, pasó a ocupar la primera fila, al lado del profesor, lugar reservado
para los más listos, según se decía.
Era delicioso ver cómo se manejaba con los compañeros—de ambos sexos y diversas
edades—, y cómo se defendía ante el excesivo ímpetu que en ocasiones mostraban
los niños, que ya se aproximaban a la pubertad y con ella a la revolución hormonal
que desemboca en la adolescencia.
Cuando volvía y antes de ir a la escuela, Josefa, que así se llamaba, mi madre,
dejaba la casa como los chorros del oro, como solía decirse entre las vecinas, y, a veces,
en ocasiones, el profesor, Don Braulio, que empezaba a profesarle cariño, le tomaba
las manos y con lágrimas en los ojos observaba las arrugas e irritaciones que la sosa
y otros productos de limpieza iban esculpiendo sobre su tierna piel.
Ella, avergonzada, bajaba la cabeza para evitar el impacto que la tristeza de Don Braulio
producía sobre su joven corazón, ya avezado en lides sentimentales puesto que su madre
yacía postrada en una cama con motivo de una tuberculosis pulmonar y su padre, ausente,
apenas cruzaba con ella tres palabras, trabajando todo el día en la mina de Riotinto o
atendiendo a las solicitudes amorosas de una mujer que empezaba a conocer.
Esto es un extracto insignificante, por escaso, de su niñez, cuando aprendió el coraje
que la vida precisa para ser vivida, y ese coraje ha llegado vía sanguínea a mi ser,
a mi manera de ver y de sentir, y su ejemplo es frontispicio de mi templo, siempre.