El zagal tenía un huerto
en el que sólo crecían,
por designios de la vida,
bellos y sanos almendros.
Dios le asignó sin pensarlo
tarea de agricultor,
juzgando que esa labor
era su mejor regalo.
Con un empeño afanoso
el zagal cultivó el huerto
y sus almendros crecieron
con el porte más hermoso.
Y llegó la primavera
y supuso un esplendor
de yemas en floración,
delirio de las abejas.
Prendado el zagal quedó
de esa extremada belleza,
que dada su inexperiencia
era un milagro de Dios.
Y las flores se tornaron,
al suave aliento del sol,
en frutos de mal sabor
que al zagal desalentaron.
Fueron almendras amargas
el fruto de su pasión
y el zagal tuvo ocasión
de entender la verdad clara.
Es asunto llamativo
que belleza y amargura
no siempre caminan juntas
ni coinciden sus caminos.
Que no te ofusque la mente
la hermosura de las cosas,
que las cosas más hermosas
te equivocan más fácilmente.