Ahora estoy solo,
susurra mi conciencia
en medio de la noche.
Lo sé y soy consciente
de mi estado.
Se marcha el invierno
de los días crudos y sombríos,
con la soledad infinita
y las brumas del alma.
Por una parte ya quiero que acabe,
que termine este tiempo,
este estado,
esta agonía...
Atrás quedan los pasos
y las huellas de una etapa de la vida,
de unos días mal viviendo, y añorando,
otros de estío y primaveras
ya lejanas.
Crecen los días
y amanece más temprano.
Parece como si la niebla se rompiera,
se fragmentara en mil pedazos
y permitiera ver, a lo lejos,
a una primavera renovada
y que se acerca,
aunque, quizás, es una utopía.
Pero son la edad y los años,
la eterna confusión de los sentidos,
los que piden y sueñan con volver al pasado,
con sentir el galope impetuoso
de un joven corazón ya marchitado,
y el correr acelerado de la sangre
por un cuerpo que ha cumplido su objetivo
mientras sus labios se estremecen
y pronuncian un nombre
y unos ojos, sus ojos, te buscan
y buscan la vida
que parece resurgir, entre la bruma
de un invierno que se marcha.
...Pero el tren está parado
y su vagón, sin número ni nombre,
allí te espera.
Es una estación sin nombre, sin señales;
es un andén y tú estás en él, esperando,
y esperándome...
Me miras y te miro,
acercas tu mano a la mía
y temblando, pero con una sonrisa,
subimos a ese tren y a ese vagón,
que pronto marchará
y partirá hacia otro mundo,
otra vida, otros sueños,
con nosotros, como versos
y viajeros, solamente,
del poema, inacabado,
de dos almas que se amaron.
Rafael Sánchez Ortega ©
14/03/24