Alberto Escobar

Me miraba

 

Puedo soportar 
la indiferencia 
de otro adulto
pero no la de un niño. 


—Andrés Neuman

 

 

Me miraba.
Sentado en la acera me miraba, 
con una naranja agria en la boca me miraba, 
sus ojos dos ventanas abiertas, me miraban,
su boca, una rosa a la mañana, me miraba, 
sus manos dos palomas sin alas, me miraba. 
Era diciembre y las calles adornadas de lazos
de celofán, y el tiramisú en las vitrinas reclamo
al deseoso de sentir el ázucar tibio en los labios. 
Me seguía mirando, era gitano.
Su madre, algo desplazada a la izquierda, menesterosa,
peticionaria, pordiosera, y su padre no estaba, 
o si estaba era a la distancia suficiente como para no estar,
seguramente apoyado en la barra de algún bar cercano,
a una hora temprana ya de mañana, empinando el vaso
de un vino de mesa, de esos que los bares sirven a los que no saben. 
Su pelo negro, sus manos descascarilladas por la falta de vitamina,
su cara constelada de costras pegadas de restos de mala comida
que se secan y proclaman, sobre ese trozo de piel, una usucapión merecida.
No para de mirarme, me atraviesa la piel su mirada, ojos negros
de un azabache infinito, pétreo, profundo, como si hubiera subido 
desde la pulpa de la tierra y, corriendo piernas arriba, se hubiese instalado
en el iris de sus ojos, y allí, sentando cátedra, declamar que ese negro
todavía existe, puro, en el genoma de algún ser humano, que la mezcolanza
constante de las mal llamadas razas no ha engrisado del todo su sustancia. 
Mirándome opta por levantarse, noto como inédito cómo una de sus piernas
carece de materia, es de un metal bruñido, plateado, que hace las veces
de bastón y le ayuda a bastarse en las calles, y corre hacia su madre, reacio,
buscando amparo. Parece que mi insistencia en mirarle le ha agotado.