Miramos el caballo, que pastaba entre los yuyos.
Sus ojos niños brillaron frente al tobiano colorado
y también los míos, frente al niño embelesado.
Y entonces, la ilusión y ese caballo fueron suyos.
Despacio se acercó feliz al tobiano, que, confiado,
se entregó a las caricias suaves de su dueño,
quien revivió algún fugaz y hermoso sueño
de tener su corcel de pelaje lustroso y manchado.
Montaba siempre seguro, alegre y despejado el ceño,
crecía en edad y aumentaba su fuerza y su destreza,
ganaba el caballo criollo en estampa y en belleza,
formando ambos un retazo del paisaje lugareño.
Dócil ante el hechizo del niño y su firmeza
sobre los cerros galopando al viento parecía alado,
siempre por la viril y plástica figura acompañado
en bella y sutil simbiosis que encanta y embelesa.
Feliz seguía yo la relación del crío y su montado.
Ensillaba ducho y cuidadoso, siguiendo mis consejos
le ponía recado y freno (yo observaba desde lejos)
y partía al trote, como jinete diestro y avezado.
Más dejadme volver ya. Contaba de tiempos viejos,
cuando quería hacer un hombre bueno y con señorío
del niño, pues era el niño del que hablaba niño mío
muchacho ahora que ya esos tiempos están lejos.
Y les aseguro que le ayudó el tobiano colorado
a aprender cosas propias de un varón completo,
hombre paciente, decidido, con valor y con respeto.
Por eso recordé al caballo y a este hijo amado.
a Carlos María
De mi libro “Del ser de mi existencia”. 2018 ISBN 978-987-4004-71-0