Eras calor y frío,
una mirada ardiente al mediodía,
una pasión acelerada
un tumulto en la mañana.
En la cañada, los gorriones te trinaban
pedías lo posible y eso era imposible
comprabas el día y te daban la noche
Tus quejas siempre fueron amordazadas
no podías ulular, ni maldecir por el dolor de pecho,
por el corazón partido, de vómitos, de indolencia,
cantares del pueblo, con sus penas y alegrías.
La luna te llamaba y tú, padre mío,
estabas solo como la nada, nadie te esperaba,
eras un desierto en la noche,
tu cansancio no era nada,
ni las oquedades de tus ojos;
eras el esclavo de la manada,
la que todo tenía y nunca daba nada.
En el humo de la ribera te veía
respirabas el cáncer de tu desgracia divina,
aullando como un lobo
pero nadie te oía.
Por la noche, amordazado el miedo,
los troncos eran tus aliados,
te hacías disfraces con sus ramas
el té perfumaba tu azahar
bendita primavera que llegaba
con su traje de flores
y su mantón de manila
a juego con su cabellera.
Ya no hay mesa, ni pan compartido
ni plato al centro de la mesa,
todo está vacío,
como tu chaleco colgado
en la percha del olvido.
Viviste en un aire ahogado
en un agua que no refrescaba
sudor silente resbalaba por tu cara.
Cuando dormiste eternamente
los serafines lloraban,
esparcían tu amor por la tierra
adoraban tu divino tributo,
y el aire se estremecía al reconocerte.
Entonces comprendí que
morir no significaba nada,
es una palabra, sólo eso.