Alberto Escobar

Paco

 

Hasta sin guitarra 
toca bien. 

—De Tomatito a Paco.

 

 

No era normal. 
Todos, sin faltar ni el apuntador, vaticinaban un futuro glorioso
para ese niño, tímido, recogido sobre su guitarra, sobre sí mismo,
a la que acariciaba como si fuera el balón de fútbol que los Reyes
Magos le trajeran en esa ocasión —de hecho lo era—, y no la soltaba
ni para dormir —más de una vez su padre tuvo que desprendérsela
de la garra de sus manos cuando ya era vencido por el sueño—, y se 
escondía tras ella cual si fuese el parapeto que a una avanzadilla de
infantería le protegiera del fuego enemigo. Sus dedos sobre las cuerdas
eran un derramarse sonoro que daba al traste con la contención natural
que la audiencia disponía en ese tipo de eventos, donde la circunspección
se mostraba enemiga a tales exteriorizaciones, más propias —se tenía por
entonces— de almas débiles que de personas como Dios manda. 
El niño era el mono de feria en esas reuniones flamencas que durante las
tardes, en esos años cincuenta, grises, cuando las tareas del hogar daban
tregua a las mujeres, se celebraban en Algeciras, cuando Algeciras era una
aldea prácticamente y no la ciudad que ahora es, propulsada al progreso
por un puerto dinámico donde los haya. 
Desde bien temprano —en verano con la fresquita, sobre las ocho— ya 
se extendían por las largas mesas de días de campo un sinfín de carnes,
embutidos, ensaladas y dulces para no desaviar a nadie fuera cual fuese
la exquisitez de su paladar, y los vecinos, expectantes, ocupaban las sillas
que se improvisaban para la ocasión sobre el patio, y el niño, acompañado
de un cuadro flamenco improvisado, compuesto de vecinos que despuntaban
por su arte, arrancaba rasgueando la guitarra y levantando ovaciones que se
escuchaban incluso desde la calle Marina, cercana a la playa, y distante en 
un par de kilómetros del patio de marras. 
Los oohhs que salían al aire iban in crescendo, y el niño, creciéndose, se daba
al guitarreo con más intensidad y entusiasmo, produciendo de notas una cascada,
una sucesión tan vertiginosa, fecunda y rápida que más de uno debía levantarse
para poder comprender lo que le estaba sucediendo, como un sthendal que de súbito
invadiera su alma y lo extasiara en dirección a las nubes, al éter celestial. 
Las reuniones se esparcían hasta la noche, más allá de las dos, y la merienda era
sucedida por la cena y la cena por las copas y las copas por una recena y así en un
Rosario infinito que, en no solo una ocasión, acababa en el alba siguiente y en la 
consiguiente puesta de sol que, ya puestos, invitaba al desayuno y este a un almuerzo
reponedor de fuerzas y este a un tentempié a base de dulces, y así...
El genio ensayaba diez horas diarias por mandato de su padre. Era necesario comer
y él, muy incardinado en esa necesidad, se daba a las cuerdas con todo el afán que 
un niño apenas púber podía prestar a cualquier actividad; el colegio no faltaba hasta
que alcanzó los rudimentos más básicos de lectura y escritura, y una vez logrados, su
padre, que era de una robusta practicidad, lo sacó para centrarlo en la guitarra. 

Fin del capítulo.