Ella, para remarcar mi insistencia, me dijo:
Buscar a una mujer es perderla,
ella sólo puede amar lo que se le escapa
lo que nunca podrá tener del todo.
En cuanto a mí, le dije,
mis cosas me someten,
a tener que cuidarlas, hacerlas bellas,
por eso quiero decirte, amada mía,
que he decidido quedarme sin mis cosas.
Y si alguien me preguntara
cómo haré para vivir sin ella
os diré, camaradas, que en mis versos
la vida no se vive y ella es la poesía
o la mujer en general o la muerte.
Me despido de todo lo que me pertenece,
el delirio, tus besos en medio del delirio.
Recuerdo cuando, al despertar,
tenías un collar de arena en tu cintura
y yo te creía la Diosa del desierto
y montado en mi camello tornasol
te invitaba a que me permitieras
besar tus pies, en el justo momento
de la arena de tu cintura partiéndose
en finos cristales de amianto y de pureza.
Ahí, yo te creía la Diosa de los estallidos
y los diamantes como pequeñas flores
adornaban la melancolía del paisaje:
Tu cuerpo como muerto,
mi cuerpo como muerto
pero esperando, tenso y sumiso,
el estallido ardiente de la joya
pudiendo las pequeñas palabras de amor.
Hay días enteros que me lo creo todo,
su perfume, esa inteligencia submarina
que puede con un beso, sólo con un beso
llegar, sin más, al centro de mi ser.
El Dios que siempre la acompaña,
en lugar de enojarme, hoy me hace gracia
diría que me excita que ella, en su belleza,
para poder gozar me confunda con Dios
y es, entonces, cuando de un salto
alcanzo el aeroplano de la dicha
y, cuando ella me acaricia, gozo
para que ella crea que Dios
ha reconocido su caricia.
Yo muchas veces me quedo quieto,
ahí,
tratando de escribir un poema
esperanzado en encontrar
sin hacer nada
sobre la hoja en blanco
escrito un gran poema
donde el amor,
enloquecido y tenaz,
reina, también, sobre el amor.
(De libro La Mujer y Yo, Ed. Grupo Cero)