Sube desfalleciendo, por vez primera,
hasta la cúspide de la meta trazada.
Siente el viento frio, tiembla.
Con sus ojos asombrados y profundos
mira el horizonte,
campo desconocido
interminable,
lejano, incierto, solitario, ajeno, inhóspito.
Cae al piso terroso e infértil,
infértil como su mente en ese instante.
Sopla su mano para calentarla,
casi no la siente,
solo siente su corazón latir, rápido,
por el cansancio de su viaje,
por el abandono doloroso
como espina clavada en su blando pecho.
Despedida inevitable y necesaria.
Acaricia sus cabellos húmedos,
cabellos como noche en invierno,
noche sin luna, ni estrellas.
Sus ojos, como amplio cielo de verano,
desbordan la desmedida tristeza
que ha dejado su ausencia.
Momentos vividos junto a ella…
melancólico y corto simulacro.
Astuta embustera,
perversa urdidora de su amarga derrota.
Cruel agravio
del silencio de su boca y de sus ojos.
Humillación.
Melancolía, prolongado llanto irreprimible
por quien partió de repente,
como relámpago.
Reproches.
Revelación de la raíz de su infortunio.
Represión para siempre
de los insaciables apetitos desatados por ella.
Refugio en la muerte de ella,
de sus recuerdos… de todo lo suyo.
Ella, soberana de su indiferencia,
camino intransitable,
territorio olvidado.
Liberación de su olor,
de su cuerpo, de sus besos,
del hechizo
de la oscuridad de sus ojos
y la blancura de su rostro.
Recia voluntad.
Dignidad.
POR: ANA MARIA DELGADO P.