Los minutos pasan estirados, amalgamados
en un ámbar fresco
sin salida de emergencia,
sin ventilación asistida o natural.
La conciencia se bifurca de las ganas y el quehacer
y continúa por el camino hacia la ciénaga de cera.
El corazón se contenta con sostener lo basal
Las risas y los bailes no existieron.
- El cuento de hoy, que se hace todo -
Me salpimento en la mañana
y la carne congelada sigue dura, corredera.
Las raíces del sudor enfermo enredan las aspas al ego
y el crono hacia la extinción no para de correr
sin que ninguna mirada
tropiece al segundero.
Me dejo abrazar sin compasión
existo por un cuerpo que anidar
- regalaría mis pies para esquivar andar -
Un sinsentido inexpugnable
en la trastienda de tu hogar
que apesta como a turba empozada,
comprende lo que abarca la razón.
- Los ojos a medio cerrar -
Sin un motivo aparente,
Desequilibrio químico fluctuante, acuciante
que se lleva todo por delante,
que no puedes enseñar.
La caída del estigma en tu barrena,
ni las lágrimas calladas,
ni la última oportunidad derramada
derriten esta bola pirex de cristal.
Esperpento en la entraña,
caldo de ortigas.
Una tela de araña
que acurruco sin patalear
para llamar a la guadaña.
Camiones con los que dejarme ganar,
muros implacables donde pegar una estampa,
sogas en mi cuello para escribir un sismograma con la punta de los pies,
Una montaña de pastillas y una botella de ginebra.
- Reflejos de invidencia -
Erigir columnas de pladur,
contar las grietas en el techo
y gritar al vacío en el vacío,
sin oírme
resoplar.
La incomprensión del mundo ajeno
como el tacto del cemento al sol
que se cree capaz de sanar mi falta de amor propio a comprimidos.
Como tapón a la ecatombe, la cobardía de dejar a cinco apenas que cuento con los dedos,
tristes, incompredidos para siempre hasta que me limpie el milagroso olvido
o me acepte el confortable perdón.
Unos niños lastrados por la duda cazadora de un padre mediocre que nunca pudo estar a la altura de sus sueños, hartos de recibir contradicciones.
Mi piedra en el camino de la paz y del sosiego, de no sentir ni comprender
que apagado dejo de sufrir y no hay día más ni más maltido despertador
en mi lecho de casi muerte al baño maría.
Las avenencias de la dedibilidas que me hunden el pozo tapado conmigo dentro a cada palabra que me arroja la realidad de los demás, ésas que escupen las rotondas del centro en hora punta con ese chirrido de máquina engranada a punto de estallar.
La vergüenza de mis pulgares, de sentirme contrahumano, de acariciar la dejadez por no encontrar la fuerza ni la maña, menoscabar el sufrimiento y sentir que nada valgo y que nada me merezco.
Demasiado atropellos obviados a la vida, todo termina reinventado a zombie tras mi paso. Odio de mí mismo y del dolor ajeno, que más escuece por no encontrar remedio alguno en mi menguada despensa de esperanza.
Me gustaría que me recordasen como un error 404. Sería lo más justo.
Cómo eliminar tantas piedras con estos brazos rotos que sólo sirven para lastrar la esperanza de una felicidad que nunca llega.
Esta es la desidida de la enfermedad y el desasosiego que me impide caminar.
¿Debo pedir perdón por ello?