Peinar el viento,
fatigar la selva.
—Polifemo y Galatea de Góngora.
Peinarte, eso deseo.
Cada día, de manaña temprano,
antes de que el alba pronuncie
su primera palabra.
Peinarte, sentarme al borde
de tu regazo, alzar la mano
con peine de plata, acariciar tu pelo
con las púas que salen de su mástil.
Peinarte, acariciarte, besarte, olerte.
Eso deseo, más pronto que tarde,
si es posible ese regalo de la vida.
Peinarte, eso deseo.
Acariciarte la cara mientras te beso,
besarte primero la frente, luego, hacia abajo,
una mejilla, luego la otra —mañana una,
pasado otra, como te decía en el audio—, luego
una comisura, la izquierda, luego la otra, luego
la barbilla, luego el bigotillo hasta desembocar
en el lago azul de tus labios, y mirarte después.
Peinarte, eso deseo, y fatigarte en la selva
de sábanas que queda tras la tempestad,
la tuya y la mía, tu cielo y el mío, y tu infierno,
y el mío, todos en concordancia con el paso del tiempo
—que no pasa cuando estoy contigo....
Te deseo, te busco entre los helados píxeles
del teléfono, adivino tu carne y la toco, pero no alcanzo
a saber de su suavidad, del terciopelo que seguro exhibe
y del que todavía no tengo datos, te deseo tanto...
Ayer te vislumbré preciosa, con una bata negra
de abuela en contraste con la juventud que alberga,
dentro, tu carne, pomelo recién reventado, manzana
apenas salida del verde, y adivinaba tu pecho, deseándolo...
Peinarte, eso deseo.
Acariciarte si es hoy mejor que mañana.
Atrévete a cruzar el abismo que nos separa.