Contemplo el silencio del cielo
y veo el parpadeo de las estrellas
que tratan de hablarme de ti,
de contarme las cosas
y asuntos que tú les confiaste
en tus paseos.
Pero duele el silencio
y la ausencia de tu rostro,
de esa cara inolvidable y sonriente
que recuerdo y que perdura
en mi memoria,
con los labios que me hablaban,
muchas veces sin palabras,
y dejaban en mi alma
una brisa de aire nuevo
y refrescante.
Trato de penetrar en el silencio,
de romper esas sombras,
de acercarme a tu cuerpo
que se marcha y aleja, en el recuerdo,
porque quiero amarte
y porque te necesito
y porque sé que tú, también,
extiendes tu mano
intentando acercarte
y romper este silencio.
Y entonces beso el silencio, y lloro,
y mis lágrimas se agolpan en los ojos
hasta que las pupilas, desbordadas,
me hacen susurrar tu nombre,
mientras mis sentidos se confunden
y la noche me envuelve
y el alma del niño, que un día fui,
grita, en su agonía,
y deja atrás la infancia,
para comenzar a vivir en un mundo nuevo
donde no se puede soñar,
porque es tabú y está prohibido,
y donde hay que vivir y sentir
cada latido de tu propio corazón.
Rafael Sánchez Ortega ©
31/03/24