a Angel Artai
Miro tus aldeas,
caídas por el peso del tiempo;
miro los castaños que el invierno
desnuda
con su alba lengua,
con su impúdica llama de hielo;
y entre la hojarasca
de tus árboles centenarios,
mis pies trizan un pequeño
y seco ramillete de historias.
Mi vida es andar,
abrir veredas
para que por ellas pasen,
sin contratiempos, los días;
días de luz y de sombras
que juegan entre las grietas
de las piedras, como arañas;
piedras que lloran en los tiempos de lluvia
igual que lloran mis ojos
al ver la presencia altiva
de un hórreo esperando, cual vigía,
el asomo de algún viandante
extraviado.
No he visto paisaje más hermoso
en el mundo,
que este de tus aldeas, Galicia,
perdidas entre ríos y valles,
entre puentes de piedra
y hiedras que crecen
con vocación maternal,
acunando la tristeza de las casas.
Encima de las ortigas
-diminutos ejércitos que atacan y hieren-
va uno dejando sus huellas.
Siempre existe la presencia de alguien,
de un ser que dejó abandonados
sus pasos
junto a un molino viejo que duerme,
huérfano de agua y semillas;
siempre deja uno el sudor de sus manos
en el vidrio tembloroso y roto
de una ventana
o en la puerta entreabierta que siempre espera
el rumor de un viento suave
que converse con ella.
Cae la noche,
a veces como un hueco que me mira,
otras tantas como un manto
que me cobija el sueño.
Y allí quedo, abrazando al silencio,
esperando que el amanecer de tus aldeas
me deje húmedas las mejillas
y el alma colmada de dichas.