¡Oh cuán lejos de ti, Cristo, me siento!
Aquí encallé. . . Mi embarcación se hunde.
Vivo de cara y a merced del viento,
y, en el cieno, mi barro se confunde.
Pero sé –¡bien lo sé!– que me has salvado;
que tu cruz roturó toda mi senda;
que hay siempre un cauce que a tu mar descienda;
siempre, un rincón, en tu redil sagrado.
¡Oh, cuán altas y hermosas tus hazañas!. . .
Qué limitado el corazón y el arte.
Quién me diera, mi Dios, para alabarte,
¡nieve en la cumbre y fuego en las entrañas!