La ortografía debe simplificarse,
adaptarse
y parecerse a la oralidad.
—El idiolecto de Juan Ramón.
Que la letra escrita...
no desmienta la hablada.
Soy lo que pronuncio, el viento
que se desata de cada sílaba,
el silbo que desde tu oído viaja
hasta los confines más recónditos
de tu alma y se hace verbo, sintagma.
Que lo escrito...
no me traicione, no me establezca
barreras que al aire no tengo, no,
que los labios no se quiebren, no,
no pronuncien un quejido de impotencia
ante cualquier giro inesperado, no, nota,
arpegio repentino que brote del cuenco
de mi boca y no se imprima en la palabra
escrita, no sea fiel reflejo de lo que siento.
Que tu letra y mi voz sean un unísono, y tu voz,
un solo único, unificado, alineados en una recta
intangible cual dos planetas que se saludan
de improviso, alzando una mano amiga de órbita
a órbita, y deseándose con el alma un buen regreso,
y que el sonido que articulado les sirve de nexo,
de entendimiento, sea puro, sin tinta corrida, no,
que sea franco y trasparente al misterio insólito
y arbitrario de la Fonética, de esa serie infinita
de grafemas que en clase me enseñaban y hacían
en mí las veces de la Santa María, la Niña y la Pinta
respecto de la palabra, mi gran amor.
Que la letra que escribo, que perpetro, no traicione
el verbo, ese que brota de mi boca cuando torpemente
hablo, razono, titubeo cuando el sentimiento, recio,
robusto, se me interpone entre la lengua y el miocardio
y me juega malas pasadas, malos entendidos, distopías
que en sueños me despiertan y me devuelven a la casilla
de salida, y vuelvo a empezar como empiezan una y otra
vez los que lo intentan y no lo consiguen, como el ciclista
de una bicicleta estática que sueña con ganar el Tour
de Francia, como el péndulo que siempre vuelve y va
y quiere escapar a ese destino sin tener tan siquiera
la opción de ello porque su esencia, su nombre, su ser,
se define, se escribe, se pronuncia, se fonetiza en razón
de ese movimiento que lo condena de por vida.
Que tu letra no —tampoco a ti— te traicione.