Caminar hacia la Sofia
es tanto como caminar
hacia el horizonte.
Me siento y pienso,
alzo la vista al cielo,
miro las estrellas
y no acierto a encontrar
el camino, el transcurso.
Me siento y leo,
abrazo el conocimiento
mas este me rechaza,
me alza la palma de la mano
y me detiene, me considera
no apto para degustar el manjar,
la ambrosía en que consiste
cada uno de los alfajores, elixires
y delicatesen que componen
su dieta, y que le dan nutriente.
Me siento y rezo,
me declaro impotente, importante
solo en lo que de pequeño, de insignificante
me llena por dentro y me conformo,
me resigno a ser nadie, y morir en el intento
de tocar aunque con la imaginación sea
la próxima luna, y la siguiente estrella.
Me siento y no hago nada,
me quedo aunque sea por un instante
en la inopia de no saber cuándo, cómo,
por qué, dónde, ni quién es el causante
de esta desazón que me quema por dentro,
quién me manda querer, desear la difícil,
inútil y vana empresa de aspirar a saber
por saber, sin un propósito crediticio,
sin una vil materia que justifique el esfuerzo,
sin una recompensa que aliente el aplauso
del respetable y me procure nombre y espejo.
Para qué saber si no renta dineros,
si incluso, en ocasiones, es ocasión de desagravio,
de envidia y disputa y trae a maltraer al infeliz
que se atreve a sondear sus mares, sin bitácora.
Para qué sentarme y pensar con el poco tiempo
que el ejercicio necesario de dormir nos deja
para perder el tiempo, o ganarlo según se mire.
Para qué sentarme a leer si la lectura me enrabieta,
me irrita, me disturba las convenciones ya convencidas
en las que me debato, para qué amarejadar las aguas
serenas en las que día tras día nado sin trastorno
ni naufragio, para qué adentrarme en la utilidad
de lo inútil, de lo que no procura posición ni boato.
No quiero seguir caminando hacia Sofía...