Si es que la muerte es algo más que poesía.
Si es que la vida se derrama en fútiles versos.
Si no hay necesidad de recrear los sueños.
Si ya no hay que andar creyendo en la ilusión.
Si no hay lugar para contemplar el asombro.
Si el tintero desparramó sus miserias.
Si no se quiere oír susurrar a la conciencia.
Si acaso todo no es más que inútil palabrería.
¿Morirá acaso la poesía?
¿Dejarán de existir los poetas?
¿Se agotarán las palabras?
¿Desaparecerá el furor poeticus?
¿Se extinguirán los versos?
¿El frenesí, el éxtasis, la locura?
¿Dejarán de nacer los sueños?
¿Morirán de alegría las penas?
Y las penas ¿Ya no matarán?
Y si así no fuera -me pregunta el vulgar hombre
que vive de los usos famélicos de la palabra:
¿Cómo se mata a un poeta?
¿Cómo deshacernos de quien hace y rehace versos?
¿Cómo negar el tiempo a quien quiere ocupar la eternidad?
No sé, quizás sea fusilando su palabra,
olvidando su nombre, su agenda, sus señas,
ignorando su silencio y su ausencia,
enterrando el recuerdo de cada recuerdo,
dejando de leer los acentos de sus poemas,
lavando lo que pueda quedar en sus manos
de agitado ocio y renuente inspiración.
Llenando de aburrimiento los días,
colmando el universo de banalidad.
Puede que creas que se puede matar
de muchas formas a un poeta,
y con todas ellas podrías intentarlo,
aunque es seguro que, a pesar de ello,
seguirán viviendo: el poeta y la poesía.