Bronce de un tono carneci cubre la yema de sus dedos, cosa de que cuando palpa, deja semillas en las que suelen germinar atardeceres.
Sus ojos, verdugos, complacientes de exotismo rapaz, son noche, enmudecida y relampagueante.
Y, cual demonio; posee a quien suele cabalgar, sus fauces son un cofre de de rocas lunares, de un plateado acero, que se eleva hacia los cielos, despidiendiendose en un rastro atemporal.