Alberto Escobar

Esas Vascongadas...

 

Soy como el oro, 
cuanto más me desprecias 
más valor tomo. 

—Arcángel. 

 

Escaso como el oro. 
En las cumbres vascongadas reinaba la quietud, las casas encaladas y de rojo furibundo salpicaban el paisaje de un semblante antiguo, como en blanco y negro, y los juegos de los niños eran solo en la plaza, en casa no había espacio para eso. Rodolfo venía corriendo del colegio, la premura tenía una justa causa: el bocadillo de mantequilla y chorizo que su madre le tenía esperando sobre la alacena a salvo de moscas y diciéndo cómeme a todo aquel que se asomaba a curiosear. Manuela no daba abasto en todo el día a cuantos quehaceres se le anteponían en el camino, y Juan, su hijo mayor, laboraba impasible en el taller del sótano, no en vano la carga de trabajo no paraba por fortuna de crecer desde que llegara al pueblo el nuevo ingenio azucarero. Antonia, la vecina predilecta, cuidaba de sus cabras desde bien temprano y traía la leche recién ordeñada hasta sus vasos de porcelana china, con café colombiano y unas tostadas que olían a gloria en diez metros a la redonda.
Sebastián no deja la droguería ni a sol ni a sombra y su hijo Hipólito, al cargo de la contabilidad de unos grandes almacenes, es fácil encontrarlo de aquí para allá portando una especie de cartapacio con las cuentas pendientes de ciertos comerciantes, esos que dejan fiado y que se olvidan enseguida de cumplir con las obligaciones contraídas. Su cara, en esta ocasión, es un espejo de desolación e impotencia habida cuenta de la dificultad que de suyo le entraña el saldado de las cuentas y así, a su padre, de noche, en la paz de la cena, se lo confiesa con un hilo de resignación y melancolía que, buen psicólogo, sabe sustanciar y resolver. 
En las cumbres vascongadas la vida tilila con la energía del que no pierde la esperanza de que las cosas irán a mejor, y el alcalde, Federico, así se afana cada día en las comunicaciones que en ocasiones realiza al vecindario aprovechando las charlas de casino, por la tarde, cuando el naipe se impone al dominó y las risas son las reinas de la estancia. 
Desde esta terraza sobre la que oteo el horizonte sigo soñando la vida del pueblo, sin verla, solo a fuer de imaginación, como los poetas griegos de la Edad de Oro.