Un olor pegajoso de chicle y mugre acumulada parece pulular en el aula, es una densa capa de aire que impregna la ropa, los pupitres y las paredes. Todos gritan. Unas cuentas borroneadas de tiza apenas se distinguen en el pizarrón, parecen muertas y ajenas. La maestra salió al baño; hacía dos horas que necesitaba ir, pero el recreo de la 15:10 dura unos irónicos cinco minutos. En el aula de quinto grado los gritos se unifican en una sóla voz, un murmullo estridente y monótono. Un chico golpea una botella vacía sobre la mesa, la cartuchera se cae y se desparrama, tres chicas bailan, parecen gozar de una libertad que las empuja a mirarse con los ojos gigantes y una sonrisa desesperada. Una nena tiene la cabeza caída sobre su carpeta, está en la penúltima fila, sobre la pared sin ventanas que da al pasillo. Dos chicas la miran, están sentadas adelante, muy cerca del escritorio vacío de la maestra. Todavía la miran, una se para y camina hasta ella; a nadie le importa. La nena aun tiene la cabeza sobre su carpeta; adentro las hojas están desacomodadas, la mayoría tiene rotos los ojales y marcadas las pisadas de zapatillas, esa típica marca de tierra amarronada que se imprime como un sello sobre las hojas que se caen al piso. La otra nena se acerca más. Está muy cerca ahora. Todos gritan. Unos chicos del fondo juegan una competencia de pegarse trompadas en los brazos, un chico de adelante le escupe a su compañero una bolita de papel embadurnada en saliva. Ella se acerca más, la chica tiene la cabeza apoyada en la carpeta. Ella, tan rápido que nadie lo notará, le agarra la cabeza de los pelos y se la golpea muy fuerte tres veces seguidas sobre el pupitre. La chica, en el último rebote de su cabeza, pega un grito instintivo de dolor y susto; su boca muy abierta parece deformarse en ese grito que dura un segundo y desaparece con el movimiento de la cabeza hacia abajo. Su cuello parece frenar el movimiento y se queda congelada. La otra chica volvió a su lugar y la mira desde allá; la compañera se ríe. Un dolor le atraviesa el cuello, justo donde se dobló al caer; ahora ese dolor de aguja parece disipar el otro dolor, el de la frente. La seño tira del cordoncito de la mochila del baño, el agua gira llevándose el pis. Ese grito, deforme, rápido, sordo entre la multitud, es apenas un eco difuso, una huella impresa en el aire espeso, una marca muy tenue y olvidada ya, apenas unos segundos después, entre el griterío desaforado. Nadie lo notó, nadie sabe que su cabeza y su cuerpo y su silencio fue golpeado y ultrajado. Todos gritan. Ese eco, esa huella es ahora un poco menos que nada, una carcajada monstruosa, un tatuaje en su cuerpo.
(Texto de la serie inédita \"Figuras cotidianas\", 2024).