Conocimos
la tempestad que hiere,
y la quietud
tras cada herida,
-cada hora de mi tiempo
es una pequeña herida-,
el color
del cielo en las mareas,
los árboles inmóviles
ante el devenir de las auroras.
Tú llegaste
como el otoño, al final del duelo,
con el fruto de la nieve
a punto de florecer entre las manos,
con un pájaro dormido
agitándose en el pecho,
con el sabor
a hierro dulce en los labios
y, apenas, una brizna
de ponto azul en la mirada.
Hoy hay confusas señales
en los cielos,
y las estrellas
derraman en mi copa
innumerables lágrimas de níquel.
¿Qué brisa u óleo
te trajo hasta mí
en esta noche tan distante de la vida?
Yo que siempre
he temido por mi suerte,
y conservo todos mis sueños
adentro de los párpados.