Es insondable la tristeza
cuando se habla con el corazón en la mano,
sobre aquellos otros días
de atardeceres ya muertos,
con sus noches observando
la bóveda nocturna,
de donde me llegan nanas y canciones.
Foco de tristeza la mía
es este poema que me desgarra,
como si en ello utilizara un sable,
al recordar a la madre amada,
aquellos ojos de dulzura,
sus palabras sabias impregnadas de verdades.
El poniente y la amanecida
me hacen mirar con los ojos duros
de a quien solo le quedan recuerdos
como grandes y apagados soles,
entre honduras de tinieblas y de olvidos
que en todo son aconteceres que me matan el hambre.
Y es que el tiempo consume nuestras vidas,
se coge a nuestros andares,
nos marca los recorridos
que llevan al otoño de las ideas muertas,
al borde de una eternidad que se hunde,
ya el alma tomada por un atomizado frío
en medio de una naturaleza
en la que los bosques son símbolos y estrellas,
rayas y cruces.
Por allí perdido, por aquellos horizontes,
me embriagaré de narcisos y geranios,
de los que en un patio
en mi mente sobreviven
entre ideas emergentes,
que esperando están de mi vuelta
para que los riegue.
Y por allí estará el poeta sobrio,
ese que ya se sabe arlequín,
mirándose en un espejo,
como el del cuadro de Picasso,
ya clavado de una pared con un fino clavo,
que entre preguntas irá a la búsqueda
de un cobijo necesario en los ojos de su madre.