Abres los ojos, y miras al cielo imaginando
ese falso equilibrio entre la noche aún inmóvil
y el azul cobalto del zócalo de la mañana.
Dentro de ti, la infancia huyendo del hombre,
y un compás de futuro haciéndose cada vez más viejo.
Tras los cristales, el rojo amanecer se contempla
a sí mismo en la extensión exacta de tu sombra,
un nunca llegó a ser reflejado en el fatal espejo,
y tú haces memoria de otros amaneceres,
cuando apenas comienza la mañana
a poblar tu ventana de pájaros tristes.
Era como el amor saltando de un octavo piso.
Vives en el corazón de la tempestad,
entre un ajedrez de tejados y besos venenosos,
y tu cuerpo está hecho de abdicaciones,
aún así conoces el músculo abierto de la ternura
y te preguntas qué sucede si te sientes herida,
atrapada en el algoritmo de la vida.
Eras como una parte sajada de ti misma,
te palpas y ahí sigue la temblorosa herida,
tus recuerdos un pájaro que vuela
queriendo escapar a tanta muerte.