El jardín con las flores del atardecer
que nunca conocieron el otoño,
y esa extraña dimensión de la tristeza,
blanca cuando cae la nieve
entre el corro de las estatuas.
El sol a la espalda del mundo,
el fondo silencioso del estanque,
el corazón frío del metal, y esa otra música,
apenas un batir de confusas alas.
El cielo pronunciándose con ese azul
de agua, con sus nubes de fuegos
impacientes sonando a piedra
calcinada en el amanecer de los días
más largos y las horas más breves.
Es ese mismo cielo con la sombra
iluminada de los pájaros, su bóveda
esmeralda resonando como bronce,
su láctea pradera donde la noche
pace estrellas.
Un hombre frente al paisaje de tierra
humeante, mal oreada, su tímida
osamenta arrastra pleamares
de penumbra, y solo, al final,
la luz, que se conjura tempestad.
Quizás, también, el viento
que le llama por su nombre.