La mañana despierta del sueño perdido
de algún siglo, y huele a café y a pan caliente.
Sobre la ciudad, el gris derrotado del cielo
como noche labrando un vernáculo espejismo
sobre el abierto horizonte que dibujan los tejados
bajo el sibilante paso de las nubes y el tedio de la lluvia.
El mundo parece haberse quedado atrás,
un naufrago en la nada con sus despojos
ardiendo de pena, flotando en este enero
invisible como un lunes y su tragedia
de paraguas y de golpes de mar.
Nada existe más allá de esta crisálida,
de estas horas que se perpetúan
como una plegaria que acaba germinando
en el vino dulce de las gargantas.
La mañana se desmorona entre paredes blancas
y en cada ángulo muerto de un sol no nacido.
Pero la ciudad sigue adelante, en ese otro tacto
que busca en el norte de la llama o en el atlas
oscuro de los vientos el mudo patrimonio
de su tiempo; y yo sé que sigo aquí,
en este lugar he dejado el abrigo y el sombrero,
porque mis pasos resuenan en esta calle,
e imprimo mis huellas en la misma dirección
de las aceras, y siento como crujen mis huesos
enfermos del veneno de los océanos de la vida.
La luna, guardiana de las tumbas, blanquea mi sepulcro.