Syol *

FESTIVAL

 

 

 

Una luminosa tarde de abril del año 78, decidido a tomar clases de partitura,  me personé en el centro cultural de mi localidad. Doce años era el reproche perfecto a mas de una década desperdiciada, pero justo aquel día, apostaba a cambiar mi realidad. Tras la diaria jornada de clases me iba directo a casa,  y a eso de las siete, procuraba pasar como un fantasma a los ensayos de teatro y música. El decadente sol de la tarde, se proyectaba tras los altos vitrales de aquella primera pieza, salpicando a dorados, azules y rojos tonos  el viejo lunetario. La brisa del anochecer atravesaba ya los tres portones abiertos, cuando la acústica del salón destacó una poderosa introducción vocal. Ésta fué abruptamente rota en el apunte del maestro, un hombre de mediana edad y reposada estampa. Su peinado clásico, dividía a un lado su cabello abundante y rojizo, que fijaba con vaselina gruesa. Era indiscutiblemente miope, con los ojillos pardos tras sus lentes de botella.  Su natural desenfado hacía valer desacuerdos, sin infundir irritación, en aquellos a los que dirigía sus señalamientos. Desde la sobria tarima, cuatro chicas, confiaban sus voces al respaldo instrumental de tres chicos que hacían sonar la guitarra, la flauta y algo de percusión. Todos, excepto el guitarrista que ya rondaba los veinte, oscilaban entre los catorce y dieciseis años. Eventualmente, necesitaron adicionar una  segunda guitarra, y no dudaron en invitarme a los ensayos. Un cálido día de junio, el maestro recibió una invitación para participar en un festival mundial que se organizaba en la capital. Era principios de agosto cuando arribamos a la gran urbe. La ciudad había colgado logos en las vallas lumínicas, las plazas, y en las vidrieras de tiendas y teatros. Un ataviado ómnibus nos trasladó a los suburbios. Soleada, entre pálidos edificios y parques de juego, asomó tras los cristales del ómnibus aquella localidad, curiosamente dispuesta para niños y jóvenes. Nos alojaron en feudos de blancos campamentos, donde un ala de la brisa  delataba  al mar,  distante y silencioso.     
 
Doraba el sol la nueva mañana cuando un afable guía, se personó a las puertas del campamento. Tras desayunar como gorriones, nos incorporamos al multicolor desfile  que abarrotaba la angosta calle, saturada de altavoces. El remolino de jóvenes no paraba de salpicar el aire con risa y jergas extrañas. Yo me sentí acorralado en medio de aquella marcha, que se me antojaba absurda. Aún bajo el agobio de los gritos y el calor, me dejé arrastrar rumbo a una solemne plaza, donde no asomaban jardines, ni árboles donde mitigar el inclemente sol del mediodía. Luego de dos largos días de excursiones, el programa de actividades organizaba funciones diurnas en plazas y anfiteatros. Trabajar bajo aquellas temperaturas era engorroso, aún cuando la adrenalina de la presentación nos hacía abandonar la idea del calor.
 
 
El primer espectáculo nocturno tuvo lugar  en un vetusto edificio, que a primera vista semejaba a un castillo medieval. Esbeltas palmeras bordeaban la espiral de aquel pasaje angosto, que justo en la cima conectaba el iluminado portón. Ya cruzábamos el umbral, cuando un tropel de niños se nos vino encima. Durante el trayecto al salón, un desfile de manos regordetas tiraba fastidiosamente la cinta de mi guitarra. Tras acometer la pesada broma, aquellas manos regresaban hábilmente a la inquietante turba, sin exponer rostro alguno al que dirigir una furibunda mirada.
 
El escenario de media luna era un desafío, ante la euforia que estremecía la sala. Un chorro de luz embistió la tarima, desvelando el beso de agosto, perlándonos el rostro. El galeón rematado al borde de mi poncho,  centelleaba a duelo  con las pulimentadas curvas de la guitarra. Sobre el tendido silencio corrieron los primeros acordes. Un foco escarlata, escoltó el trayecto de la solista al centro del tablado. La cristalina voz giró sostenidamente unos instantes, para  luego florecer a ensamble de cuerdas, flauta y percusión. La música resbalaba por balcones al aire de la noche, peinando medusas palmeras al borde del camino. Mas allá de los parques plagados de luna, cruzaba en rezagados ecos la densa oscuridad de lejanos callejones.
 
Al filo de las doce nos llovió el aplauso del último tema. El público mengüaba en lenta retirada, cuando una chica de aspecto vampiresco, atravesó las cortinas extendiéndome un trozo de papel.  En la nota,  un nombre de mujer se dibujaba subrayado bajo un número telefónico. Sin esperar respuesta, la enigmática emisaria desapareció tras la gruesa cortina. Me despojé de la guitarra, y con premura bajé los roídos peldaños de la tarima. 
 
Sorteando aislados grupos de chicos, le seguí a considerable distancia. La desgarbada figura que avanzaba frente a mí, parecía flotar aquel pasillo escasamente iluminado. Ya habían pasado algo mas de seis minutos cuando detuvo abruptamente el paso. El dardo de su mirada gris me produjo escalofríos. Le ví girar el huesudo rostro a la pobre luz de una terraza, donde un grupo de chicos charlaba escandalosamente.  Elevando un pálido índice señaló a una chica, que abstraída en algún pensamiento descuidaba el jolgorio de sus contertulios.  Yo había avanzado tres pasos cuando  volteó  a verme.  Era de frágil figura y una palidez de cisne.  Por un instante me perdí en la ruta del claroscuro de sus cabellos, regándole los hombros en una caricia de seda. Bajo el arco perfecto de las cejas, amplios abanicos de ébano revoloteaban sus grandes ojos café. Al sur de la perfilada nariz,  los labios pulposos reptaban el silente júbilo del cazador ante la presa lograda. Yo atiné sonreír con la fugacidad de un relámpago. Ella extendió su mano de escarcha, y con voz quieta, pronunció su nombre: -Patricia-. Al instante recordé el dibujo de su caligrafía. Elevé la mirada sin saber qué agregar, y cuando ya estaba a punto de escapar, una palabra suya, dejó brotar aquella conversación que no llegó a florecer. Consultando el diminuto reloj pulsera, murmuró una inaudible queja que la apartó de mí. Perplejo, la ví volverse un par de veces regalando su sonrisa clara.  El eco de sus pasos, pareció devolverla presurosa a una pareja de mediana edad,  que de brazos abiertos le aguardaba al fondo del pasillo. Tras un grupo de chicos que pasaba, contemplé aquella estampa de mimos y lejanas palabras.
 
Esa noche  Patricia,  despejó mis dudas  sobre su estancia en aquel lugar. Dejó claro que no recibía  cuidados de salud,  y que  estaba allí porque sus padres, prestaban servicios médicos en aquella institución para niños con sobrepeso y diabetes. Ya a punto de dormir  repasé la hora del concierto, y la última mirada de Patricia perdiéndose por aquel pasillo de la planta.
 
Nos dimos cita al día siguiente.  Tras agotar una docena de palabras, un tímido beso nos declaró oficialmente novios. Cada tarde Patricia me esperaba a la entrada del campamento, para tomar el aire y pasear de la mano. Con la mirada entrelazada, aspiré su perfume de flor, que al andar se mezclaba con el aroma de la hierba recién cortada. Juntos dejábamos pasar las horas muertas,  sin mas testigo que el dorado barniz de sol poniente. 
 
Ya para entonces, aquella complicidad escalaba como la misma hiedra en desmesurado hambre de luz. Hasta el declive de la tarde cobraba esplendor, si juntos nos perdíamos por aquel sendero de flores silvestres,  y el aire prófugo del mar.
 
 
A finales del verano, bajé por el pálido tapiz de la playa. El ocre amargo del cielo, escoltaba el oro dilatado del sol, despeñándose tras el mar iluminado. La hora  quemaba otra ronda en el reloj, y el camino de flores negaba sin piedad el asomo de Patricia.  En la temprana fronda del anochecer colgaba ya la luna de marfil. La hierba cubría de plata sus lenguas de esmeralda, cuando un mascado pliego tirado por el viento, voló de mi bolsillo a la batiente orilla. Le ví sortear las crestas agudas de la espuma,  y zigzagueante, entre las aguas y el ébano del cielo se alejó,  llevándose el borrón de una caligrafía.