Dejé que el águila imperial
se adueñara de mis ojos,
que empapara mi retina
con el frescor de las cumbres.
Mi cuerpo
—como un autómata—
vagaría por senderos perfumados
de azucenas;
mis pasos son leve mota
de polvo
que se desliza
por el cristalino acuoso,
rozo el borde de las píceas
con la yema de mis dedos
y me enfrento
a la parca
con la furia del soldado
que un día habitó
este bosque,
bañado hoy por el Sol.
¿Qué soy yo si mi sombra
apenas cubre
el hogar
de la incansable termita?
Si un ejército de abedules
me están sembrando el oído
con el Domine Jesús Christi
de Wolgang Amadeus Mozart.
Los picos de Els Encantats
se reflejan en la pupila
del águila
—que son los míos—
mientras dejo que mis pies
—desprovistos ya de botas—
se midan con las pisadas
del grácil sarrio
que anoche
burló la mira telescópica
que aguardaba su presencia.