Para vivir contigo,
me llegue hasta tu estatura de árbol herido
y me sumergí en la inabordable astrologia
de vivir huérfano de mí.
Te seguí hasta orillas sin cruzar
durante días sin nombre,
durante noches de sol que no tenían patria,
atravesé túneles sin memoria,
abracé, a tu paso, árboles sin fe
bajo una lluvia ciega de penumbras.
Tus pies descalzos herían mis sentimientos.
Construí una casa, que nunca fue mía,
tan lejos como me fue posible de las grúas
y de los teléfonos. Siete peldaños para subir,
siete para bajar, un sótano a barlovento,
a sotavento un desván, según dictan los cánones,
unas bombillas desnudas como un redoble de luz
marchita, y una terraza desde donde ver las afueras
del mar a la semifusa luz de votivos almendros.
Sé que yo vine aquí para ocultarme del tiempo,
porque ya no era joven, nunca lo fui, para esconder
mi rostro entre tus blancas y cómplices manos
y poder llorar sin miedo, para sentir este frío
que me avergüenza, para perder tus medias
y mis zapatos bajo la cama y, mansamente, hundirme
con mi doble de ginebra naufragando,
en ese laissez faire laissez passer del sax no end,
sex no end con que Ben Webster siempre ha sabido
engatusarme y de un corazón, ciega pupila,
que ya apenas puede palpitar.
Desamueblé las sombras
donde todo gira alrededor de un ansia,
escribí una carta teñida de grises pálidos
a la soledad, y, entonces, armé mi viejo corazón
de muebles nuevos tratando de evitar
el oxímoron de la tristeza, y llamé gato a mi perro.