a Miguel Darío
Luces de la noche
titilen en la ventana, tras las
cortinas,
como un delgado nervio de
guitarra
que cante y alumbre
el pozo dormido de los
cuerpos.
Lamparillas de fuego
no se queden inmóviles,
dejen sus efímeros destellos
en el cuerpo desnudo de mi
amado
y arrúllenlo con el leve
zumbido
de sus alas pequeñas.
Será breve el tiempo,
cómo fugaz es la existencia
de los hombres.
Será un instante en que la niebla
se aparte,
en qué el perfume del jardín entre
y la mirada nocturna de los gatos
nos observe.
La noche ha de precipitarnos
hacia una abierta oscuridad sin fondo,
y, dormidos de cuerpo y alma,
nos encaminaremos entonces,
mi amado y yo,
ya sin ustedes,
luciérnagas amadas,
hacia un ancho reino sin dioses
ni juicios
ni sombras.