Es otra vida la que existe, tan real como los ojos
que te mienten, o como un silencio desovado a gritos.
No son las últimas cenizas de un sueño ni el hueso
traspasado por el frío del fuego lo que existe;
solo la sangre que se reconoce como la luz en lo invisible,
o el corazón que halla su propia voz entre ecos de ruina
ofrecen impía certidumbre de uno mismo. El espacio
entre la materia es lo real, onírica percepción entre dos
grietas de un tiempo que no existe.
¿Qué queda de esta mentira sin dueño y sin patria,
acaso unas horas de luz sobre el vello del amanecer,
donde el día ha aprehendido la sombra, o una fe ciega
en el solar de lo nunca soñado, ciego intento de memoria?
Aceptamos y acatamos la pendiente de la soledad
como otra noche en vilo, la marejada de la melancolía
como un estado gaseoso de nuestra conciencia.
Quizás hemos olvidado, que hay que cerrar los ojos
y abrir el corazón hasta hacerse herida, hasta que la luz
se haga cansancio, es esa música de pianos detonados
y lluvia suave, donde fuimos imaginados como un rastro
de pólvora en el celestial tubo de ensayo, o lo que queda
del amor tras el estruendo y el fulgor que lo acompaña.
Tal vez debamos buscar el fin en el principio, o el efecto
en la causa, porque el miedo nunca se puso de nuestro lado.
Vivir y naufragar son la misma cosa, una velada historia
de un tiempo sin centurias oculto en el ombligo de la montaña.
Afuera la noche aguarda a que cierres los ojos para llevarte
hasta la muerte sin saber o hacia el atajo de los sueños.