Si me vieras ahora, tú que atravesaste conmigo
tempestades y vestiste la mitad de mi disfraz,
no me reconocerías, es el precio de ir muriendo,
porque la vida no sabe estarse quieta, de ir perdiendo
la memoria de miles de días.
Es tiempo de ir quemando los viejos zapatos
en una hoguera cualquier noche de duendes.
Volveré al silencio, y me quedaré cerca de la orilla,
por ser el náufrago a quien la noche llama,
porque la noche no es segura
y, a veces, de ella no se vuelve.
Necesito saber que el sol vela por mí
y se halla cerca, a la distancia de una piedra
que viene saltando sobre el agua, o durante
el tiempo que el vino tarda en pudrirse en los odres.
Cansado de esperar aquello que no vuelve,
te seguían mis ojos bajo el repicar del aguacero,
volviendo a estrellarme, una y otra vez,
tras los impasibles cristales de mis lentes
y en ese ir creciendo de las plantas al murmullo
de la luna, mientras los astros arrullaban telescopios.
Si pudiera regresar de aquellos años
en que dentro de mí sonaba tu alegría,
volvería a poner en pie la música y los libros.