La extraña muerte de un picaflor
Cuentan los pajaritos que enamorarse ha sido un problema; todo causa celos y a veces agrado. Las jovencitas experimentan los gérmenes de un beso y los varones el embrollo de un abrazo ardiente: en este sentido, sobresalen novelas, poetas, fantasmas, mitos y arengas litúrgicas, pero en sí, lo que vale la pena es la dicha y la inocencia de las flores, las cuales resisten a los colibríes y enfrentan al silencio durante el bullicio del olvido. Una carta, un poema, un mensaje de despedida y… en ciertas ocasiones, infraganti, nos atrapa el amor. No temas de lo que dicen mis letras; siéntelas, disfrútalas y vívelas al máximo. He aquí, una historia de amor para ti:
De ojos bellos y piel albúmina, cruza la lámina su espectro de mujer, hoy estos versos que canto y recito, van poco a poquito llenando mi ser… así, decía Santiago, día y noche, atribulado en el vaivén de las ideas, sumergido en el oasis del pensamiento. Pues, en su corta existencia, todavía no descubría el sabor de un beso ni el calor de un abrazo. Era un cachorro en busca de afecto… era un hombre de amuleto prestigioso. Por las mañanas, luego de levantarse, salía a la sala y de esta al corredor, donde veía pasar a las muchachas por el camino; a algunas les cantaba canciones, a otras les recitaba versos y decía piropos, pero a las mayores, las acompañaba en su caminar.
Pasado dos meses en el hábito lisonjero, Santiago, pensó entregar su amor a la niña más bonita que cruzaba en esos instantes, y silbándole, de pronto empezó a decirle con tono comprometedor:
— Muchos pájaros habitan la selva, como también muchas fieras, ¿no te hace difícil la soledad? Atrévete mi niña a descubrir, sentir y pensar en lo extraordinario y sensato, en lo dichoso y afable, en lo bonito y tierno de la vida. Ciertamente, en medio de todo, quiero ser la fuente que sacia tus deseos, la luz que guíe tus senderos, el sueño permanente en cada noche, la almohada taciturna y el eco del viento que te susurre palabras de amor al oído.
Como era de esperarse, la niña tan ingenua y atónita no supo qué decir, se le cerró el alma, estrujándole su voz, le palpitaba el pecho,
temblándole el corazón y sus ojos, sus ojos tan tiernos y divinos se enmohecieron… contaba apenas unos quince años y, frente a aquel hombre extraño, de aspecto adulto, temblaron sus manos. Anonadada y sin decir nada, corrió y se fue, perdiéndose entre las sombras y el silencio de aquella mañana.
Santiago, impertérrito, entró a su casa y se sentó a llorar, culpándose por su mala estrategia de amor, desconcertado del mundo y atado al desvarío sin encontrar una respuesta certera. Las horas pasaban y empezó a entristecerse más, derramaba mil lágrimas, porque sabía que no volvería a verla, vestida de ropa corta y con sus labios encendidos. Ya no cantaba, recitaba ni reía con las demás paseanderas, sino que, encerrado en su cuarto, gimoteaba sin parar.
Después de tres semanas de no verlo, las mujeres se preguntaban qué había pasado con aquel hombre gentil y candoroso que cantaba con amor y decencia, pues, ya los días fruncían sus ceños de forma diferente, causando una intriga irreparable. La desesperación conlleva la búsqueda y ellas, las más filántropas y probas, decidieron buscarlo, viajando hasta su casa. Llamaron a la puerta y nadie respondía, tocaron y tampoco se les abría, y estando en ese titubeo sin obtener alguna huella de él, dejaron de insistir.
Otro día, fueron al pueblo y preguntaron por él, sin embargo, la situación era la misma, causando una gran conmoción y alarma entre los pobladores. Debido al enigma, ellas insinuaron que pasaba algo muy severo y grave con aquel hombre, anteriormente un trovador inmarcesible, lleno de espíritu y pasión, pegando carteles en todas las calles: «Se busca al prodigio tenor, enamorado de la vida y el amor; al amante de versos y canciones, que hacía de los días emociones, si alguien logra verlo, no dude de cuidarlo y protegerlo».
Al transcurso de tres días y ver la situación en las mismas circunstancias, ya no había otro remedio que hacer, pues el famoso cantor y poeta, ya no piropeaba ni entonaba los arpegios de una nota amorosa; había desaparecido por completo. Entonces, aquellas mujeres decidieron forzar la entrada a la casa del galante y prestigioso
tenor, primoroso y extraordinario cantor para descubrir la verdadera razón de su inconsistencia.
Al entrar a aquella habitación silenciosa, las matronas encontraron al hombre encantador, sentado y sin vida con un papel apuñado entre sus manos y mojado de lágrimas, en el cual se podía leer una única frase con letras mal escritas: «¡Aunque tu nombre pude saberlo y no lo supe, tú, no fuiste mi estrella, porque cuando busqué tu luz, dejaste que cayera en el fondo del sufrimiento, perdiéndome para siempre!».
Samuel Dixon