¡Con qué excesiva conspiración
se alza el alba hirsuta en hontanar!
lenta, esparciendo sus quimeras traicioneras,
donde las esdrújulas tenebrosidades se esquivan
con una calma flemática, un retiro capital deliberado,
desde la guarida más alejada de un espejo
negado confianzudamente,
reformando epopeyas y dominios sin confines,
sin la misericordia de un sueño lúcido astral, sin prodigios.
¡Con qué secuencia fomentada,
mutan los talantes en caídas libres!
Los perfumes helénicos se evaporan a colores,
los riachuelos, desposeídos de su majestad, concluyen su canto;
y la ciudad en el montículo de la palabra se disuelve. ¡Y la ciudad
en la cuerda indelicada se desvanece en el aire!
¿La luz que sufre de amor se lanza al azar?
persevera unilateralmente hasta el agotamiento,
ilumina, da primero alcance, seduce formas diamantinas
y no existe mayor primor catapultado
que su relato migratorio expuesto, que sus extravagancias
en un retroceso de dicha constante, sin amnesias oblicuas,
sin vestigios ciegos de trigonometrías implícitas.
¿Con qué precisión inconmovible, ineludible,
asciende el tiempo decoroso en sus deslumbres,
sin avasallar las penumbras que salen de sus cuerpos,
y se precipita hacia el abismo al subir hacia arriba de su eje metafísico,
como un espectro cautivo a su propia miopía trasgresora,
con su luz germinal incendiaria
sobre este dominio inconsecuentemente dormido
donde todo se ejecuta,
con exactitud inmutable, resuelto, absolutamente celestial
sin desvaríos cáusticos, poseídos, ineludibles
como este preludio que me poseyó en un trance al anochecer.