Y fue espina, tal vez de un tala
u otra de origen más humano,
la que clavó mi pecho en aquella lejana
adolescencia, que se siente tan cercana.
O tal vez las púas de la negra acacia
que siguieron recurrentes en la herida,
matizadas con la belleza de las rosas,
también espinadas…
Y aún hoy, llegando a mis orillas
y cumplido en esencia a lo que hace al ser hombre,
radiante en mi prole de hijos y de letras,
es persistente aquella espina primigenia
que sin querer me hiriera
y me hiciese dar el primer paso
a esta madurez que guarda en sus entrañas
a ese chiquilín incorruptible.