Aquí estoy, sentado mirando la ventanilla.
El olor a carbón y el sonido abruman mis sentidos.
El tren no para en más estaciones, solo corre
a través de paisajes y lugares inexplorados,
fuera de la mano humana, lejos y cerca de mí.
Las tempestades no calman su andar.
No hay cuesta demasiado inclinada para él.
Lleva años y décadas moviéndose.
No lleva combustible, no lleva pasajeros.
Solo me traslada, a mí y a su chirriante carrocería,
a través de cascadas, bosques antiguos,
desiertos, extensas lagunas y mares.
A día de hoy, no recuerdo el día que zarpó,
que abandonó su estación, el día que fue fabricado.
Aquí dentro estaré si me buscan, viajando
en mi oxidado tren, cansado y roto,
con sus nubes azabaches de carbón,
sus vías desgastadas por el tiempo
y su alma, que a pesar de su vejez
nunca se detendrá hasta la última parada.
Es a donde yo me dirijo, mi destino final:
la última estación.