¡¡Bésame!!,
que me muero.
—Amantes de Teruel.
Dos veces pronunció esta frase
Diego de Marcilla antes de morir
sobre Isabel de Segura.
Estaba deseando.
El transcurso de los días me hacía mella.
La melancolía y el entorno eran propicios,
los desarraigos pesaban en el aire, el cncanto
que ella tenía se dibujaba en la imaginación,
me cuestionaba mi manera de entender, de ver
cómo la realidad iba tomando su contorno exacto,
verdadero, sin tapujos ni medias tintas.
Rodolfo me lo dijo el otro día, en un mensaje
que el guasa gritó como multiplicado, en el conticinio
silencioso de la noche, y las paredes reverberaron
la alarma hasta despertarme sobresaltado, ¿Qué pasa?,
dije, y leí el mensaje bajo una absoluta oscuridad, la luz
de la pantalla hiriendo de muerte el iris ya maltrecho
de mis ojos y yo, tras su lectura, sin salir de este asombro.
Estaba deseando desde ayer.
La vi quieta, al trasluz de una ventana, como aquella hermana
de Dalí que se apoya en el alfeizar de una ventana que da
al puerto de Cadaqués y muestra la completa voluminosidad
de su pompis, la exuberancia de su cintura y la capacidad
de hacer feliz a un hombre que mi mente deducía a todas luces,
y quise que fuera mía, pero ella nunca me concedió la venia.
No supe llevarlo, ese no poder tocarla, ese no llegar a olerla
cuando oler su contorno es lo que deseaba, ese no abrazarla,
no poder rodearla con la boa constríctor de mis brazos,
ese huracán que el deseo me desata, ese no...
No supe llevarlos nunca, todos esos eses que he susodicho,
y me contento con contemplar su foto como traspasando
el cartón piedra de su textura, como pensando en qué sería
si pudiera tenerla encima, sobre mis ingles, y cabalgar como
cabalga quien huye, quien es perseguido por la autoridad.
Estuve deseando, y lo sigo estando.
Quisiera que me besara, ahora— sigo esperando respuesta...—.