En la oscura habitación, un grito en agonía se oía,
el tiempo se paró y el silencio reinó.
Era él, aquel que sabía del fulgor de mi vida,
y ahora moría por ver ese día
en que con tinta pintaron el inicio de su vida.
Era él, el registro de las vidas que creí olvidar,
aun en agonía siempre esperó,
aquel testigo de las llegadas y partidas,
de mis latidos sin vida,
aquel que con tinta guardó
lo que un día mi mente borró.
Sabía que todo se extinguía,
que nada llenaría las hojas que en blanco yacían.
Aunque su dueño un día de agonía moría,
tanto tiempo esperó que recordara
que él existía, pues en su infeliz partida
el polvo llenó las páginas que un día escribía.
La mitad de él era alegría,
la otra mitad, agonía,
tanto tiempo cargó con lo que él sentía
que ya no sabía si el sufrir era de él o del que escribía.
Quién diría que sufría de esperanza y alegría,
de esa afección padecía,
ya que aquel diario de esperanza murió
porque la alegría nunca llegó,
y esas hojas en blanco nunca conocerían
aquel final que querían.
Su deseo, el deseo de que algún día
el poeta regresaría a fundir en su vida
el color y calor del día,
para ahogarse en los días de alegría que él sentía
cuando ella sonreía.